domingo, 27 de noviembre de 2011

Prólogo: Stella

Familia

Después de casi un año viviendo por su cuenta, y conociéndose como se conocía, Stella tendría que haber aprendido algunas cosas sobre sí misma de gran ayuda. Cosas que le sirviesen para facilitarle la independencia, más que nada. Como por ejemplo, que no le gustaba despertarse con los primeros rayos del sol de la mañana.

Lo primero que hizo nada más retomar la conciencia y visualizar a través de los párpados, aún caídos, la deslumbrante luz que iluminaba toda la habitación, fue gruñir. Luego, tanteó los dedos hacia la cortina, con la intención de cerrarla (algo que tendría que haber hecho la noche anterior), para después darse la vuelta y continuar durmiendo. Quizá lo hubiera conseguido, tras numerosos intentos frustrados, si Leander no hubiese entrado en su cuarto en aquel preciso momento, trayendo consigo el dulce aroma de los deliciosos bollos recién comprados en la panadería.

—Buenos días, dormilona —bromeó, al igual que cada mañana.

Como única respuesta, Stella volvió a gruñir.

Leander, acostumbrado al mal despertar de su hermanastra, se encogió de hombros y se sentó en la desordenada mesa para comerse el desayuno. Era un joven apuesto, vigoroso y muy trabajador. Pero también excesivamente dependiente. A pesar de vivir frente a la casa de Stella, iba a recogerla cada mañana para ir juntos al trabajo. El cual, por cierto, no era el mismo por un pequeño tecnicismo.

Finalmente, Stella se levantó despacio y fue directamente a mirarse al espejo. El pelo rubio le caía como una enredadera por los hombros y los ojos carmesíes, habitualmente extraños, debían de resultar terroríficos para la doble del espejo, a la que le dirigía (y quien le devolvía) una mirada de odio por todo el estropicio causado por la noche sobre el cabello.

—¿Te importa que apueste por la ganadora? —saltó de pronto Leander, engullendo el bollo—. Yo diría que la del espejo tiene pinta de ser más peligrosa.
—¿Quieres averiguarlo en tus propias carnes? —preguntó Stella, al mismo tiempo que enarcaba una ceja.
—No, gracias, sino mi yo del espejo lo pasará peor con esa Stella —bromeó, antes de añadir, mientras seguía zampando—. Por cierto, vamos a llegar tarde.

Stella suspiró. Aún así, le hizo caso. Se desvistió y se puso el uniforme de camarera. Aunque les permitían cambiarse en el trabajo, prefería salir arreglada de casa, ya que no le avergonzaba en absoluto caminar por la calle con esa vestimenta. Y Leander ya se había acostumbrado.

Después, Stella se desenredó el pelo y contempló las mechas verdes que se había hecho el día anterior. Le gustaban. No estaban nada mal. Así que decidió dejárselas al menos un tiempo más, hasta que se cansara de ellas o le apeteciera cambiar de estilo. Se recogió el cabello en una cola de caballo y se sentó de desayunar con Leandro.

En cuanto terminaron de comer, salieron a la calle y se encaminaron hacia la taberna, El Guidario Tuerto, un local no muy famoso que, no obstante, atraía a muchos guidarios, aunque también a gente con cierta mala reputación. El dueño, un hombre de mediana edad gruñón y muy mandón, había sido guidario en sus tiempos mozos. En alguna de sus aventuras perdió un ojo y cuando por fin decidió retirarse, a su hijo le hizo mucha gracia elegir ese nombre para su local.

Las calles de Marlenia estaban rebosantes de vida. El día era espléndido, ni una sola nube en el cielo, lo cual muchos celebraban con alegría anticipada, ya que se esperaba una noche igual de despejada. A Leander, por su parte, le cambió repentinamente la expresión de la cara. Stella, al notarlo, no dijo nada, sino que esperó a que él mismo sacara el tema, como no tardó en hacer.

—Me he enterado de un rumor esta mañana —le soltó con tono triste.
—¿Durante los diez pasos que hay de un extremo a otro de la acera? —se extrañó Stella, aunque intuía que el chiste no animaría a Leandro. No se equivocó.
—No, en la tienda. El panadero me ha dicho que… —tragó saliva, sin intuir siquiera cómo se tomaría la noticia su hermanastra—. Me ha dicho que Livana ha sido apresada por los guardias. A estas alturas, puede que esté en la cárcel.

Stella no respondió inmediatamente. Se quedó pensativa durante unos segundos, pero no dio muestras de tristeza o compasión por el destino de la muchacha.

—¿Y no sabes cuál es la causa? —preguntó finalmente.
—No. Imagino que la pillarían robando. Aunque…
—¿Y qué más da? Ya no tenemos nada que ver con ellos —refunfuñó Stella—. Hesper y Panthea deberían de haberla cuidado mejor. Ella misma se lo ha buscado.

Esta vez fue Leander el que calló. Continuaron su camino hasta llegar a la taberna y se pusieron a trabajar. Stella era una de las dos camareras del local; mientras que Leander, el cocinero. Y el viejo Oreius, su jefe, se encontraba cuando entraron de un humor de perros. Descargó su rabia sobre los empleados y fue tan desagradable como siempre, aunque éstos ya estaban acostumbrados. Stella se limitó a pensar en dulces de caramelo mientras Oreius gritaba, para no responderle.

Aquel día, la taberna estaba llena de guidarios. Charlaban y reían copiosamente, hasta el punto de que llegaron a ser los únicos clientes. Stella, impresionada, no supo la razón hasta que se acordó de qué día era. Gruñó por lo bajo y continuó con el trabajo.

En el descanso de la comida, Leander volvió a asaltarla con otro tema peliagudo para la chica.

—¿Sabes qué ocurre esta noche?
—Sí, esos encantos me lo han recordado —murmuró, refiriéndose a los guidarios.
—Me encanta la feria de Los Fuegos Caídos —soltó Leander—. Antes íbamos todos juntos. Ya sabes, toda la familia. A Livana…
—¿Qué importancia tiene? Livana no podrá ir a la feria este año.

Leander la observó nuevamente con ojos tristes. Quizá, pensó Stella, su amargura por el encarcelamiento de la chica se debía a que, al contrario que ella, Livana era su hermana completa. Había pasado siete años más con ella y la muchacha lo había cuidado desde pequeño. No obstante, Stella seguía sin poder comprender su interés por lo que quedaba de su familia, después de lo ocurrido la última vez que se encontraron.

—¿Crees que podrá verla desde la ventana de la prisión? —insistió Leander, buscando algún consuelo.
—Dudo que los guardias hayan tenido ese detalle —replicó con sinceridad—. Pero mientras no haya hecho nada grave, seguro que el año que viene podrá asistir. Aprenderá del error.
—Eso espero —suspiró, apenado—. ¿Y nosotros vamos a ir?
—Tú puede que sí. Yo, no.
—¿Por qué no? —se sorprendió.
—Porque no me gusta.
—Sí que te gusta.
—Ya no.

Leander no insistió. Al menos, no en aquel momento. La hora de descanso acabó y retomaron sus puestos. Más tarde, el joven convencería a su hermanastra de que lo acompañara, al menos, durante un rato. Él fue el único motivo por el que Stella asistió a la feria.

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