Más allá
Tyler había estado en muchas cárceles, pero ninguna como aquella. Era fría y oscura, sin ni una mísera ventana para ver el exterior o indicar de algún modo a los presos, por lo menos, cuantos días faltaban para su final. Todos intuían la razón, aunque no quisieran mencionarla en voz alta: no había mañana para los que iban a parar allí. El único fulgor que les llegaba provenía de la antorcha del pasillo, que se colaba en la celda por la ranura para la comida que había bajo la puerta. Ni siquiera podían distinguirse bien las caras en la oscuridad.
Sin embargo, ninguno se quejó, porque andaban perdidos en sus propios pensamientos. De la noche a la mañana, se habían convertido en delincuentes que esperaban sentados, pero no impacientes, a la ejecución del veredicto del juez. Poco a poco, se fueron haciendo a la idea de que había llegado su hora, de que morirían pronto, lo que provocó que tuvieran una extensa reflexión sobre su corta vida.
Alexia pensaba mucho en sus padres y en su hermano. Pero sobre todo, en sus sueños rotos de convertirse en guidaria. Puede que Krauss se los hubiese arrebatado hacía tiempo al alcanzar el puesto de jefe, pero a pesar de todo, nunca había querido darse por vencida. Ver el mundo exterior y llevar más honor a la familia que su hermano era todo lo que podría haber deseado. No obstante, pensó amargamente que eso ya no sería posible.
Arthur, por su parte, tenía dos imágenes superponiéndose en su mente. Una era la de su madre, Dana, sentada junto a sus animales, esperando el regreso de un hijo que nunca volvería. La otra, y mucho más tenebrosa, la de Leonard, el compañero del circo que había muerto siete años atrás. Arthur creía que, de cierta forma, sus dos finales tenían un parecido escalofriante: ambos habían caminado por cuerdas flojas, sin darse cuenta, hasta producirse la inevitable caída.
Tyler pensaba en Jegrand, por supuesto. Sólo había pasado un año desde su muerte pero, naturalmente, Tyler sabía que no lo olvidaría nunca, aunque pasasen cien (cosa difícil porque estaban a punto de morir). Era lo más parecido a un padre que había tenido, y que tendría jamás. Y puede que ni siquiera fuera capaz de devolverle todo lo que le dio, ahora que se acercaba la hora…
Stella era quien más rostros muertos tenía para recordar. Estaba su padre (aunque ponía cara de asco cada vez que lo veía en su mente), su madre y sus hermanastras, Ianthe y Anastasia. Ni siquiera sabía qué le había ocurrido a ésta última, pero no le cabía duda de que estaba muerta. Igualmente, pronto lo comprobaría, cuando siguiera su mismo camino. Stella no pudo evitar preguntarse si Livana seguiría en la cárcel, cerca de allí, y qué haría Leander a partir de ahora sin ella. Lo peor de todo es que conocía lo suficiente a ese idiota como para saber que se dejaría arrastrar de nuevo por Hesper y Panthea, sus dos únicos hermanos completos, y al mismo tiempo, a los que menos soportaba.
Y por último, estaba Sho. Sho no pensaba acerca de seres perdidos o seres queridos que fueran a echarle de menos. Sho sólo pensaba en la temible verdad: estaba a punto de morir. En algún lugar de su mente, se preguntaba también qué pensaría su madrastra Arlene acerca de su patética muerte, como si de un campesino se tratase. Pero tampoco le importaba mucho. Únicamente el hecho en sí: para él, se habían acabado los entrenamientos (habría dado lo que fuera por estar haciendo uno en vez de estar sentado allí esperando su destino), las fiestas nobles, su vida de lujo… Y le desagradaba pensar que su único acto heroico y reconocido con la espada había sido contra una araña.
Por eso, fue el primero en romper el silencio en el que llevaban sumergidos desde que los encerraron en aquella prisión.
—No nos van a ejecutar —sentenció, casi de manera jocosa, para intentar convencerse a sí mismo—. Soy Sho Liechenstein. Mi padre tiene contactos, nos sacará de aquí. Y supongo que los de ella también servirán de algo —añadió, señalando con la cabeza a Alexia. Pero como estaban a oscuras, nadie lo vio, aunque sí lo entendieron.
—Di más bien que no tendrían por qué ejecutarnos —gruñó Stella—. Para empezar, no hemos hecho nada.
—Salir de la ciudad, entre otras cosas —incidió Arthur—. Y las leyes de Marlenia estipulan que eso sólo les está permitido a los guidarios. Lo que ya no sé es qué dicen sobre arañas asesinas.
—Nunca han matado a nadie por salir a dar una vuelta —aseguró Tyler, aunque tampoco había oído hablar de ningún caso—. Tenemos que…
—Pero sí han ejecutado a asesinos —le interrumpió Alexia, con rencor—. ¿Por qué demonios mataste a ese guidario? ¡Si le hubiésemos explicado a él la situación, seguramente nos habría ayudado!
—¿Y cuándo pensabas explicársela? ¿Después de que los desertores muriesen? —replicó Tyler—. Como iba diciendo, tenemos que apelar al juez para que revoque la pena. Esto no tiene ni pies ni cabeza, ni siquiera nos han dado la opción de tener un juicio justo.
—¿Y qué esperas sacar de un juicio justo? ¿Dos días más de vida? —insistió Alexia.
—Basta ya, los dos, me dais dolor de cabeza —se quejó Stella.
—Además, según la sentencia, ni siquiera nos acusan de esos cargos —destacó Sho—. Dijo que éramos los culpables de soltar monstruos en la ciudad.
—Eso lo hace todo mucho más sencillo: sólo tenemos que averiguar quién de nosotros se dejó la puerta de la jaula de los monstruos abierta —ironizó Arthur—. Y os juro que yo no fui. Mi madre tiene bien atados a sus animales.
—No es gracioso —protestó Stella—. Pero, ¿monstruos? ¿Qué clase de monstruos? Y, ¿en Marlenia? ¿Cómo se pueden haber colado?
—Desde luego, no creo que ninguno lo hayamos hecho —contestó tajantemente Tyler.
—Entonces, ¿quién? —cuestionó Alexia.
Ninguno conocía la respuesta, y así sobrevino otro pesado silencio. No había muchas esperanzas para ponerse en contacto con el juez antes de que se llevara a cabo la pena. Y estar incomunicados, y sin noticias, no hacía más fácil la espera.
Quizá pasaron horas, o tan sólo unos minutos, pero de repente aumentó la claridad tras la puerta y, por tanto, dentro de su celda. Sólo cuando estuvo muy cerca, oyeron los silenciosos pasos de alguien que se acercaba. Y, por supuesto, se temieron lo peor.
Pero al abrirse la puerta, y revelar un conocido rostro que portaba una antorcha, una bolsa y su billete de salida, el miedo dio paso a la sorpresa. La primera en reaccionar fue Alexia.
—¡Krauss! —exclamó boquiabierta. Su aparición era una buena noticia, sin duda, pero la joven no se lo esperaba—. ¿Qué haces tú aquí?
—Salvar a mi hermana —explicó brevemente—. Vamos, no tenemos mucho tiempo.
Dejó la bolsa en el suelo y usó el mismo fajo de llaves que abrían las puertas de la prisión para quitarles las esposas. En cuanto estuvieron libres, los hizo salir y cerró la celda de nuevo. Enseguida se pusieron en marcha a través del pasillo al que daban el resto de calabozos.
—Gracias por ayudarnos —dijo Arthur.
—No hay nada que agradecer.
—Entonces, ¿crees en nuestra inocencia? —le preguntó Tyler.
—Eso ahora no importa, como os he dicho antes, no tenemos mucho…
—¡Esperad un momento! —le interrumpió Sho—. ¿Qué se supone que estamos haciendo? —escrutó la cara de los demás, antes de dirigirse a Krauss—. Creía que habías venido a sacarnos para ir a ver el juez, pero por tu actitud, diría que esa no es tu intención.
—Claro que no vamos a ir a ver al juez —explicó con impaciencia Krauss—. La sentencia es inapelable. Os estoy ayudando, sí, pero para huir.
—¿Adónde? —quiso saber Stella.
—Donde no os busquen. Creo que ya lo imagináis.
Y, en efecto, ya se lo imaginaban: lejos, muy lejos, tras los muros de Marlenia, al mundo exterior. No estaban escapando de ningún delito menor, como robar unas migajas de pan o montar una pelea callejera, sino de uno lo suficientemente grave como para que se les quisiera ejecutar cuanto antes.
—Krauss, ¿qué ha pasado en la ciudad en nuestra ausencia? —preguntó Alexia.
—No hay tiempo —insistió.
En ese momento, llegaron al final del recorrido, que era ni más ni menos que un callejón sin salida. Estaban a punto de preguntar por qué les había llevado hasta allí cuando Krauss tanteó la pared y accionó algo, una piedra salida, como la que les había llevado fuera de la ciudad la primera vez. Escucharon el inconfundible ruido de viejos mecanismos poniéndose en marcha y enseguida se formó un hueco en la pared. Un túnel hacia su libertad.
Sin embargo, Krauss se quedó en el sitio, sin intención de continuar por aquel camino. Se descolgó la bolsa que se había echado sobre el hombro y la abrió.
—El lugar donde vais es… bueno, seguramente algo de él habréis visto ya, y sepáis a lo que me refiero —comentó escuetamente—. No puedo liberaros sin daros algún tipo de defensa contra lo que os espera ahí fuera, así que he traído algunas cosas.
Lo primero que sacó fue un bello estoque ligero, que puso en manos de su hermana. Inmediatamente, Alexia reconoció en él el estilo de su padre y, sin decir nada asintió, conforme con el arma. No hicieron falta palabras para entenderse con su hermano.
Lo siguiente que salió fue un puño de acero con el que Arthur se hizo rápidamente. El látigo de ofidio fue para Stella. Y, por último, el guidario entregó las respectivas armas que los guidarios les habían arrebatado, y que Krauss se había encargado de recuperar, a Sho y a Tyler cuando los apresaron.
Mientras cada uno examinaba sus armas y buscaba el lugar entre sus ropas donde colocarlas, Krauss se acercó a Arthur con disimulo y le tendió por la espalda un objeto más. El muchacho no quiso mirarlo para no llamar la atención y lo escondió rápidamente, pero notó por la forma que se trataba de una daga.
—No dejes que les hagan daño —murmuró Krauss, sin mirarle.
Arthur asintió levemente, antes de responder, más serio de lo habitual.
—No lo haré.
En cuanto todos se hubieron preparado, Krauss les dio unas breves indicaciones para seguir sin él.
—Este túnel os llevará a la zona norte de Marlenia —les explicó—. Una vez allí, debéis buscar el muro y recorrerlo hacia el este hasta hallar un cartel sobre el festival de Los Fuegos Caídos que, imagino, seguirá ahí aún. Tras él, podréis encontrar otro de estos mecanismos —señaló el pasadizo que se había revelado tras retirarse la antigua pared—. Sólo tenéis que seguirlo para salir. Una vez fuera, estaréis solos, pero tendréis que alejaros todo lo que podáis de la ciudad, por si acaso nos ordenan perseguiros.
—Hermano…
—Marchaos. Ya.
La orden no toleraba réplicas. El grupo se fue internando por el túnel, de uno en uno. La última fue Alexia, que tuvo que morderse la lengua para no empezar a discutir allí mismo con su hermano. Sabía que se estaba jugando algo más que su puesto en ayudarles a escapar, y todo por ella, así que no quería marcharse enfadada.
—Cuídate —susurró, en un tono casi inaudible para que sólo lo oyera él, y que el eco del túnel no la traicionase.
Krauss hizo el gesto de despedida con la mano y se dio la vuelta. Alexia lo imitó, antes de correr hacia los demás para alcanzarlos.
Siguieron las indicaciones al pie de la letra. El final del pasadizo desembocaba en una alcantarilla de Marlenia, por lo que sólo tuvieron que preocuparse de hacer saltar la reja para salir. Era de noche y la ciudad estaba en el más completo silencio. Resultaba extraño, pues siempre había jóvenes o adultos aprovechando la tranquilidad nocturna, aunque sólo fuese para pasear. Sin embargo, ninguno se paró a pensar en la razón, porque les convenía demasiado como para dejar pasar la oportunidad.
Hicieron el recorrido en silencio, casi con miedo a despertar a alguien y que se diera la voz de alarma. Durante éste, a más de uno se le pasó por la cabeza marcharse en aquel momento, en vez de huir a un destino incierto tras los muros de Marlenia como les había aconsejado Krauss. Stella estaba convencida de que si buscaba a sus hermanos, Hesper y Panthea (que al fin y al cabo eran criminales también), la protegerían de los guidarios, sin importar las antiguas redecillas, ya que la familia era lo más importante para ambos. No obstante, no quería volver únicamente para pasar a depender de ellos. Si se había independizado de aquella vida delictiva, por algo había sido. Sho, por el contrario, meditó la posibilidad de volver a casa y dejar que su prestigiosa posición social arreglara el problema. Pero, al recordar los entrenamientos de espada, desechó la idea. No quería practicar nunca más. Alguien (arriba o abajo, daba igual) le había dado la oportunidad de hacerse valer en el mundo y Sho no pensaba desaprovechar la ocasión. Regresaría, sí, pero con honores.
A los demás ni se les pasó por la cabeza. Alexia estaba decidida a obedecer por una vez a su hermano, Arthur sólo pensaba en lo mejor para todos y Tyler no tenía ningún otro lugar al que ir dentro de Marlenia, pero creyó que quizá fuera pudiera hallar uno.
A pesar de que, en un principio, se marchaban para huir de la justicia, para ser desertores y no volver jamás, cuando encontraron el muro y posteriormente la piedra suelta que les reveló su pasaje a la libertad (y al peligroso mundo fuera de la ciudad) ninguno echó la vista atrás. Ninguno pensaba, en realidad, que no regresarían nunca más.
Tras recorrer el último túnel, salieron definitivamente de Marlenia. El exterior era muy parecido al de la última vez: un extenso camino a cuyos lados se dispersaban farolas para iluminar el recorrido, y a partir de los cuales se desplegaba un bosque profundo e inescrutable. Concretos detalles les hicieron darse cuenta de que no era el mismo, pero resultaba un tanto espeluznante que no hubiera muchas diferencias.
—¿Hacia dónde iremos? —preguntó Stella.
—Bueno, no es muy difícil escoger, sólo hay un camino —sonrió Tyler.
—El mismo camino que seguirán los guidarios que quieran darnos caza —puntualizó Alexia.
—No tienen modo de saber que hemos escogido esta salida. Tardarán en averiguarlo, si consiguen descubrirlo, y para entonces estaremos muy lejos.
—¿¡Acaso sabes lo que hay más allá!? —explotó Alexia—. Nosotros no conocemos el terreno, pero ellos sí. Tendremos que descansar, buscar comida, explorar los alrededores, defendernos de monstruos… ¡Para los guidarios será más fácil, porque ya están entrenados!
—Nos pondremos en forma enseguida…
—No es tan…
—Silencio los dos —pidió Arthur—. No podemos discutir entre nosotros. No ahora que dependemos los unos de los otros para sobrevivir. Iremos por aquí, así por lo menos no dejaremos rastros que no haya ya.
Se pusieron en camino. Charlaron poco, porque no había muchas ganas en el ambiente, contando que todos tenían muy presente que se marchaban al exilio. Al final del camino, vislumbraron un cartel que rezaba: “Sunaly”. Ninguno sabía qué significaba, pero habían recorrido un buen trecho y acordaron hacer un descanso. Fue entonces cuando sucedió. A pesar de las farolas dispersas, todo el lugar se oscureció de repente. Miraron a su alrededor sin comprender qué ocurría, hasta que Arthur levantó la cabeza y les señaló algo enorme y monstruoso que parecía haber sobre sus cabezas, y que, inexplicablemente, había aparecido de la nada. Tan pronto como lo miraron, desapareció, sin que ninguno fuese capaz de distinguir su forma o averiguar de qué se trataba.
—¡Perfecto! —exclamó Alexia—. Ahora tenemos a un gigantesco monstruo paseando tranquilamente por aquí.
—Quizá deberíamos alejarnos —propuso Arthur—. Antes de que pueda vernos, fuera lo que fuese esa cosa…
—¡Vaya, si ni siquiera sabemos si es peligroso! —comentó Tyler—. Dejádmelo a mí, el tamaño no importa mientras siga sintiendo dolor.
—¿No tuviste suficiente con el guidario? —cuestionó Alexia.
Y comenzaron otra vez. Arthur trató de calmarlos a los dos, que sin duda a aquellas alturas no se soportaban ni un momento el uno al otro. Sho suspiró y se fijó en Stella, que miraba al cielo, con los brazos cruzados, y una expresión similar a la de enfado, como si fuese ella quien discutiera con Tyler y no Alexia.
—¿Pensando en alguien? —insinuó Sho, ignorando la disputa de los otros.
—Sí —contestó Stella secamente.
En Leander, por supuesto. ¿Qué estaría haciendo? ¿Dejaría su empleo de cocinero y volvería a las calles junto a sus hermanos, ahora que no estaba ella para guiarle? Stella no lo sabía, y quizá no lo supiese nunca, porque no podía volver a Marlenia. Odiaba lo que le estaba sucediendo. Odiaba que todo en su vida se estuviese haciendo pedazos. Desde la fiesta de Los Fuegos Caídos, iba de mal en peor. Ella era, al fin y al cabo, un espíritu libre. No quería seguir órdenes, le bastaba con decidir su destino. Y en las últimas horas, no había tenido más remedio que dejarse llevar por los demás para sobrevivir.
La situación la exasperaba. Sabía que no aguantaría mucho tiempo obedeciendo órdenes ajenas, por lo que tenía muy claro que, en cuanto el peligro pasase, Stella buscaría su propio camino. Un camino que ella eligiese. Un camino que se tejiera por sí misma. Un camino donde no necesitara la guía de otros, sino que otros decidieran usarlo para guiarse. Como Leander.
—¿Tú no tienes a nadie en quién pensar? —preguntó a Sho, para alejar el tema de ella.
Sho sonrió, recordando primero a su madrastra; luego, a su padre; y, por último, a la madre que no solía tener muy en cuenta. Pero sobre aquellos rostros, se imponía el primero, el de Arlene, la persona a la que más quería, y a la que acababa de dejar atrás.
—Claro —respondió. Al igual que la joven, no añadió más. Porque era, quizá, una pregunta muy personal, incluso para él.
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